Recuerdo que, durante los preparativos de mi viaje a Polonia, me alegró saber que no iba a ser el único; nada menos que otros tres estudiantes de mi facultad me acompañarían. Sin embargo, con el paso de los meses, descubrí que prefería viajar solo. Si me acompañaban mis paisanos, me diluía entre ellos, me resguardaba tras la seguridad del grupo, me acomodaba. En cambio, cuando no había nadie en quien apoyarme, llevaba a cabo proezas de las que me creía incapaz hasta entonces. Ese fue el gran descubrimiento de aquella odisea: viajar solo te enseña lo mejor de ti mismo.
Un ejemplo práctico: el uso del idioma. No voy a aburriros con los entresijos de la lengua polaca; baste decir que es muy difícil. El caso es que me resultaba extremadamente complicado utilizarla cuando me encontraba con alguien conocido, mientras que, si estaba solo, la empleaba sin remilgos. ¡A fin de cuentas, no quedaba otra! Por eso, y también por cambiar de aires, me acostumbré a ir de restaurantes por ahí. Yo solo. Sin nadie más. ¿Podéis haceros una idea de la sensación que me invadía entonces?
Era de auténtica satisfacción, de independencia, de seguridad. Si me apetecía comer fuera, salía a comer fuera. Y punto. No necesitaba a nadie para hacerlo. Yo solo era capaz de coger un autobús, buscar mesa, preguntar por un plato y pedir la cuenta. Y todo en correcto polaco. Al menos, lo suficientemente correcto como para que me entendieran.
Pero lo que más me complacía no era pedir “kurczak” y que me trajeran pollo, sino descubrir que podía hacerlo. Y que me gustaba hacerlo. Y que lo hacía agradecido. Sonriente. Nunca antes había pronunciado con tanta frecuencia la palabra “gracias”, igual que fue allí la primera vez que tuve una cita con una desconocida. También acudí a ver “El Fantasma De La Ópera” (sí, en polaco) y el “Réquiem de Verdi“. Y en los parques, que allí son prácticamente bosques, me comieron los mosquitos.
El colofón de esta historia lo representa mi regreso a España. Aquello sí que fue una odisea, porque tuve que tomar dos autobuses para atravesar Polonia de parte a parte, antes de llegar a Cracovia y coger el avión a Málaga, donde ya me recogieron en coche y me cargaron en el asiento trasero en dirección a Córdoba. 24 horas de viaje en total. De reloj. Y completamente solo. Solo con mis maletas, con mis recuerdos y con mis pensamientos.
Y conmigo mismo. Con ese yo interior que tan a menudo dejamos olvidado.
Todos necesitamos apoyo pero, a veces, es necesario deshacernos de él. Porque, cuando estamos solos, no lo estamos realmente. La soledad es la batalla contra uno mismo, el momento en que afrontamos nuestro propio reflejo y descubrimos en él de lo que somos capaces.
Viajar es la mejor ocasión para hacerlo, porque los kilómetros que nos separan de todo aquello que conocemos impiden que caigamos en la tentación de escapar.
¿Acaso no somos la generación sin fronteras? ¿Los jóvenes del inglés, la Unión Europea y las becas Erasmus? Pues dale sentido a todo eso y anímate a viajar solo. Lo que encuentres, te sorprenderá.
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